Parte III: Jørgen Watne Frydnes y la ceguera ante MCM
El costo moral de anular una parte del relato
Lea la parte I y la parte II del ensayo.
V
¿Hasta qué punto intentar poner fin a una dictadura criminal justifica la alianza con un megalómano cruel y autoritario que representa un peligro existencial para los Estados Unidos? En el mejor de los casos, Trump podría convertirse en el factor decisivo para la caída de Maduro, contribuir a un retorno a la democracia y luego abandonar el poder sin destruir por completo las instituciones de su país. En el peor, podría decidir de pronto marginar a la oposición venezolana, pactar con Maduro —como lo ha hecho con otros tiranos— y convertir a EE UU en una dictadura o una autocracia competitiva.
Nadie sabe dónde estaremos dentro de unos años, pero ningún escenario es descartable.
El analista que observa una situación desde afuera puede darse el lujo de no embarrarse con una postura. Puede evadir colocarse en lugares moralmente incómodos sin asumir costo alguno si se equivoca.
Si el tiempo demuestra que su renuencia a adoptar una posición moral enredada contribuyó a que una situación crítica se mantuviera igual o se agravara, no pagará ningún precio por ese error. Y si nadie le hizo caso y otros tomaron las decisiones difíciles para resolver esa misma crisis, tampoco pagará un precio.
Asumir una posición «pura» en el plano moral —como rechazar siempre alianzas con sujetos cuestionables— es un win-win: no hay manera de perder. Evita ensuciarse con su decisión —al negarse a entrar a esos lodazales donde es difícil saber qué es correcto— y no enfrenta consecuencias si esa «pureza» termina contribuyendo a que los problemas se prolonguen o degeneren en algo peor.
En la resolución de lo que el filósofo Bernard Williams llamó «dilemas trágicos» —aquellos en los que cualquier decisión provocará cierto grado de remordimiento y vergüenza—, el analista puede elegir el camino menos enmarañado: uno que no lo obligue a contradecirse ni a sacrificar un ápice de sus principios. Su condición de observador le permite privilegiar la consistencia interna por encima de las consecuencias de sus ideas.
Para los actores políticos, sobre todo aquellos que arriesgan la vida por una causa, la eficacia de un curso de acción no es un lujo prescindible. Su situación no les permite adoptar posturas moralmente cómodas pero inefectivas. Como dice Jørgen Watne Frydnes, los activistas deben entrar en terrenos fangosos:
Es fácil aferrarse a los principios cuando lo que está en juego es la libertad de otros. Pero ningún movimiento democrático actúa en circunstancias ideales. Los líderes activistas deben enfrentar y resolver dilemas que quienes observamos desde fuera podemos permitirnos ignorar. Quienes viven bajo una dictadura a menudo tienen que elegir entre lo difícil y lo imposible. Sin embargo, muchos de nosotros —desde una distancia segura— esperamos que los líderes democráticos de Venezuela persigan sus objetivos con una pureza moral que sus adversarios jamás muestran. Esto no es realista. Es injusto.
Y más adelante:
Por eso la oposición democrática en Venezuela debe contar con nuestro apoyo, no con nuestra indiferencia o, peor aún, con nuestra condena. Cada día, sus dirigentes deben elegir un camino que realmente esté a su alcance, no el camino de las ilusiones.
Nuestro deber, como observadores, no es aprovecharnos de esa «distancia segura» para escoger caminos en los que, evitando la amenaza de embarrarnos, rechazamos una opción mala obviando el hecho de que las otras podrían ser peores. Tampoco es condenar moralmente, y en los términos más duros, a quienes asumen ciertas posturas, ignorando el contexto difícil que los empuja a hacer algo que parece traicionar los valores por los que luchan.
Nuestro deber no es solo criticar o aplaudir acciones, sino también ampliar el horizonte de comprensión e iluminar los dilemas que las explican. Es reconocer que los disidentes venezolanos enfrentan conflictos morales sin soluciones fáciles y que deben adaptar sus principios en el calor del momento y bajo una presión enorme, arriesgándose a cometer errores con graves consecuencias. Tal vez, en este caso, es aceptar con humildad la dificultad de ofrecer respuestas definitivas y aspirar a lo que Chéjov decía que era el deber del artista: mostrar el problema con claridad y formular las preguntas correctas.
Cuando escucho a tantas voces tan enfocadas en todo lo malo que podría pasar si la presión de Trump lograra desplazar a Maduro, me irrita la ligereza con que se le resta peso al sufrimiento actual. En esos llamados de alerta detecto un menosprecio implícito hacia un hecho fundamental: Venezuela lleva un cuarto de siglo bajo un régimen oprobioso que ha destruido la democracia; que hundió al país en una crisis humanitaria responsable del éxodo de una tercera parte de la población; que reprime, encarcela y tortura a sus adversarios por «faltas» tan inofensivas como expresar una opinión; y que, peor aún, ha socavado la posibilidad misma de un futuro mejor. Venezuela ya es caos.
Al escuchar esas voces, también me irrita el desfase entre la preocupación intensa por los líos potenciales de una transición y una inquietud apenas perceptible ante la posibilidad de que todo siga igual. Detecto cierta complaciencia, conformismo, una renuencia a asumir los riesgos que implica cambiar la historia.
Al mismo tiempo, veo del otro lado a personas que sí están dispuestas a tomar esas decisiones imposibles. Pero reconozco que, aunque estas puedan producir el cambio tan anhelado, también podrían empeorar la situación mientras el régimen se mantiene intacto. Lo difícil de escoger un camino es precisamente eso: la incertidumbre. No sabemos qué va a pasar. El resultado de todas estas acciones determinará, en retrospectiva, si fueron acertadas o no, una realidad trágica que, por injusta que sea, no deja de ser cierta.
Parte de mí siente que, en un debate tan delicado, pierdo hasta cierto punto el derecho a opinar si no estoy en Venezuela y no asumo directamente el costo de esos riesgos. María Corina Machado, en cambio, ha sido valiente también en ese plano, ya que sabe que pagará un precio muy alto si su estrategia fracasa, algo que no se puede decir de la mayoría de sus críticos.



Muy de acuerdo: hay elecciones morales muy difíciles para quienes están acá dando la batalla. No se puede juzgar a la ligera.
Para mi el dilema actual es el siguiente: la efectividad de la estrategia vs su costo en términos del sufrimiento. Soy pesimista: creo que EEUU no se interesa por nuestras democracia y nuestros derechos y que lo más probable es que haya cualquier arreglo que les beneficie en lo económico. Es verdad que ya sufrimos; pero puede ser peor y que además no sea útil para lograr un cambio político.
Yo, que tampoco estoy en el lugar de juzgar porque no me dedico a la política y no busco el poder, me puedo dar el lujo de partir de premisas morales distintas. En fin, qué difícil esto de vivir tiempos interesantes.
Gracias por tu ensayo. Muchos saludos y los mejores deseos para el año próximo.