Parte II: Jørgen Watne Frydnes y la ceguera ante MCM
El costo moral de anular una parte importante del relato
Lea aquí la primera parte del ensayo
IV
Así como muchos detractores de María Corina Machado se niegan a ver, o quizá no ven, la situación complicada de la oposición en Venezuela, algunos defensores hacen lo mismo desde la otra acera. Miremos de frente a la bestia peluda del trumpismo, con sus garras mugrientas, colmillos afilados y fauces espumeantes.
Donald Trump es un líder autoritario, xenófobo, mitómano, racista; un político sin ninguna brújula moral que carece del más mínimo sentido de empatía; un narcisista errático e impulsivo que, poco a poco, ha ido erosionando los pilares que sostienen la democracia más antigua del mundo.
No solo eso: Trump ha ordenado medidas crueles contra cientos de miles de venezolanos que residen en Estados Unidos como la cancelación del Estatuto de Protección Temporal (TPS) y del parole humanitario; la deportación a un gulag en El Salvador de migrantes sin antecedentes penales; y operativos letales contra narcolanchas que cruzan una línea ética fundamental al asumir que la exterminación física puede sustituir la detención, el juicio, la presunción de inocencia. Es decir, el debido proceso.
La semana pasada Trump y sus principales asesores hicieron una serie disparatada de declaraciones alegando que EE UU creó el sector petrolero venezolano, que Venezuela se robó sus activos en la industria y que la Casa Blanca los quiere de vuelta, giro inesperado que de nuevo colocó a MCM en una posición incómoda.
¿Por qué una de las más valientes luchadoras por la democracia del hemisferio forja una alianza con una persona que encarna todo lo que ella adversa? Más aún, ¿por qué hace un esfuerzo notable por congraciarse con él y sacrifica parte de su prestigio internacional con esa asociación?
La respuesta es sencilla: MCM está convencida de que Trump representa la mejor oportunidad de un cambio en Venezuela; de que es demasiado difícil lograr una transición sin ayuda externa —ya se ha intentado todo— y que solo EE UU puede ejercer la presión necesaria para provocar un quiebre.
De hecho, es innegable que, con el viraje de la política de Trump y el despliegue militar en el Caribe, se incrementó la posibilidad de cambio y, con ello, el costo de permanecer en el poder. Cuando quienes sostienen al régimen empiezan a ver que un escenario de transición pasó de ser imposible a posible —y que quizá en poco tiempo podría volverse ineludible—, el cálculo se altera y no negociar su futura seguridad se convierte en un riesgo.
Mientras más personas comiencen a sopesar las ventajas y desventajas de seguir apoyando a Maduro o abandonarlo, más altas serán las probabilidades de una desbandada que precipite un colapso. Esta es la dinámica que aterroriza a los cabecillas del régimen y que hoy resulta más fácil de imaginar que hace unos meses.
Esto es cierto más allá de lo que se piense sobre Trump, su política volátil hacia Venezuela o el camino que nos condujo hasta este punto.
Lo irónico es que el riesgo creciente de una ruptura es inseparable de los defectos de Trump. Es verdad que esas fallas hacen que los venezolanos no cuenten con un aliado confiable a la hora de navegar una transición. Pero si el presidente de EE UU no fuera tan arbitrario e irrespetuoso de las leyes; si no fuera tan chapucero e imprevisible, la amenaza no sería tan verosímil y menos personas dudarían sobre la conveniencia de permanecer junto a Maduro ante el escenario plausible de una implosión.
MCM seguramente es consciente del peligro de apostar por Trump; de la posibilidad de que su política vuelva a girar; y de que, incluso si se logra el cambio, la colaboración con él, aunque necesaria, presente retos adicionales a los inherentes a cualquier proceso de democratización. Su apuesta es que la alternativa es peor; que asumir la incertidumbre de una alianza con él es preferible a otros caminos en los que una transición luce imposible.
Una diversidad de analistas y medios internacionales excluyen estos dilemas, estos cálculos y estas decisiones difíciles cuando hablan de MCM, minimizando su valor, inflando sus defectos, tergiversando su carácter, reforzando los estereotipos sobre ella.
No es que a MCM le importe poco la situación de los migrantes venezolanos; no es que apruebe la revocación del TPS ni el envío de inocentes a un gulag en El Salvador. No es que piense que Venezuela debe entregar sus activos petroleros a EE UU. Es que considera la salida de Maduro el objetivo fundamental al que se subordina todo lo demás y que, una vez logrado, permitirá abordar otros problemas, incluido el de los migrantes. Está convencida de que, a la larga, los beneficios de una transición justificarán los sacrificios que deban hacerse hoy en la relación con Trump.
En lugar de intentar comprender sus contradicciones, muchos de sus críticos parecen incapaces de tolerar la ambigüedad y simplifican el conflicto moral: caen en narrativas maniqueas en las que los héroes son héroes, los villanos villanos y una línea nítida separa lo bueno y lo malo en campos que no admiten zonas grises.
Esto en parte ocurre por los prejuicios ideológicos: una repulsión justificada a Trump que dificulta mirar con simpatía a cualquier persona que se acerque a él. Ocurre también porque MCM ha cometido errores innecesarios y coqueteado con otras alianzas difíciles de entender, así como con ideas que muchos, incluyéndome, no comparten.
Pero existe otro factor que no percibí con tanta claridad hasta que escuché el discurso de Jørgen Watne Frydne.
En unos días, la última parte del ensayo. Lea aquí la primera parte del ensayo.


