Vargas Llosa inventó a la boliburguesía (parte II)
Cómo «Conversación en La Catedral» me ayudó a entender mi país
(Leer aquí la primera parte).
Don Fermín, uno de los personajes más fascinantes de Conversación en La Catedral, es un empresario de la clase alta de Lima que se enriquece a través de negocios turbios con el Estado, aprovechando su relación con Cayo Bermúdez, poderoso ministro del dictador Manuel Odría.
¿Se le puede comparar con los llamados «boliburgueses» de la era de Hugo Chávez y Nicolás Maduro?
En Venezuela, ese neologismo peyorativo combina las palabras «bolivariano» y «burguesía». La segunda no necesita explicación; la primera proviene de la «Revolución Bolivariana», nombre con el que Chávez, en honor a Simón Bolívar, bautizó su movimiento.
El término se utiliza para describir a la nueva elite económica que surgió al amparo del chavismo, formada por empresarios, funcionarios y militares que, de manera rápida y sospechosa, amasaron grandes fortunas gracias a su cercanía con el poder. Aunque algunos vienen de la clase alta tradicional, muchos no eran ricos antes del ascenso de Chávez.
Lo más interesante de la boliburguesía es que algunos de sus miembros no simpatizan con el chavismo, consideran a los chavistas unos marginales y se mueven en círculos sociales de la oposición. Pero en Venezuela, como en el Perú de Odría, el éxito pasa por el Estado, y por eso muchos empresarios terminan cortejando a personas que no respetan e incluso desprecian. Anteponen su ambición personal a cualquier consideración sobre el bien colectivo. En ese sentido, Fermín guarda ciertas similitudes con los boliburgueses.
A continuación, una reunión entre Fermín y Cayo Bermúdez en la que conversan sobre una licitación:
—Esta mañana estuve con los gringos —dijo, por fin, don Fermín—. Son peores que Santo Tomás. Se les ha dado todas las seguridades pero insisten en tener una entrevista con usted, don Cayo.
—Al fin y al cabo se trata de varios millones —dijo él, con benevolencia—. Se explica esa impaciencia.
—No acabo de entender a los gringos, ¿no le parecen unos aniñados? —dijo don Fermín, con el mismo tono casual, casi displicente—. Medios salvajes, además. Ponen los pies sobre la mesa, se quitan el saco donde estén. Y estos no son unos cualquieras, sino gente bien, me imagino. A veces me dan ganas de regalarles un libro de Carreño.
Él veía por la ventana los tranvías de la Colmena que llegaban y partían, oía los inagotables chistes de los hombres de la mesa vecina.
—El asunto está listo —dijo, de pronto—. Anoche comí con el Ministro de Fomento. El fallo debe aparecer en el diario oficial el lunes o martes. Dígales a sus amigos que ganaron la licitación, que pueden dormir tranquilos.
—Mis socios, no mis amigos —protestó don Fermín, risueño—. ¿Usted podría ser amigo de gringos? No tenemos mucho en común con esos patanes, don Cayo.
Fermín tiene una relación cercana con los gringos, pero noten cómo se esfuerza por fingir un desagrado casi visceral hacia ellos.
Él es el puente con Cayo Bermúdez. Seguramente los gringos le pagaron para conseguir la licitación gracias a sus vínculos con el régimen. Es probable incluso que con ellos sienta más afinidad que con don Cayo. Sin embargo, en esta transacción hace todo lo posible por tomar distancia y habla como si él y Cayo estuvieran negociando con los gringos desde el mismo bando.
Por supuesto, don Cayo no es ingenuo. Parece plenamente consciente de lo que está ocurriendo:
Él [Cayo] no dijo nada. Fumando, esperó que don Fermín alargara la mano hacia el platito de maní, que se llevara el vaso de gin a la boca, bebiera, se secara los labios con la servilleta, y que lo mirara a los ojos.
—¿De veras no quiere esas acciones? —lo vio apartar la vista, interesado de pronto en la silla vacía que tenía al frente—. Ellos insisten en que lo convenza, don Cayo. Y, la verdad, no veo por qué no las acepta.
—Porque soy un ignorante en cosas de negocios —dijo él—. Ya le he contado que en veinte años de comerciante no hice un solo negocio bueno.
—Acciones al portador, lo más seguro, lo más discreto del mundo —don Fermín le sonreía amistosamente—. Que se pueden vender al doble de su valor en poco tiempo, si no quiere conservarlas. Supongo que no piensa que esas acciones sería algo indebido.
—Hace tiempo que no sé lo que es debido o indebido —sonrió él—. Sólo lo que me conviene o no.
—Acciones que no le van a costar un medio al Estado, sino a los gringos patanes—. Usted les hace un servicio, y es lógico que lo retribuyan. Esas acciones significan mucho más que cien mil soles en efectivo, don Cayo.
Fíjense cómo Fermín trata de excusar el acto de corrupción: «Usted les hace un servicio y es lógico que lo retribuyan». Y luego: «Las acciones no le van a costar un medio al Estado».
¿De verdad creen ambos que es «lógico» que los gringos paguen con acciones y efectivo por la licitación? ¿O saben que se trata de un acto “indebido” como pareciera sugerirlo el tono de la conversación? ¿Estamos ante una muestra de cinismo, o frente a un síntoma de una corrupción que se ha hecho tan normal en el Perú que ya nadie la reconoce como tal?
Mark Twain no fue uno de los autores de cabecera de Vargas Llosa, pero esta escena me recuerda a Las Aventuras de Huckleberry Fin. A Twain le gustaba retratar a las víctimas de los estafadores como seres tan defectuosos como los propios estafadores, generando en Huck y el lector una confusión moral; una bruma, diría don Cayo, que no permite distinguir con facilidad lo debido de lo indebido.
Aunque Don Fermín intenta manipular a Cayo, cuesta ver a este último, un hombre abyecto y vil, como una víctima. Al mismo tiempo, los gringos tampoco son víctimas de las argucias de Fermín y Cayo, sino cómplices del acto de corrupción, ya que pagan a ambos una comisión para ganar la licitación sin competencia.
Se manipulan, se explotan y se engañan entre sí, pero todos forman parte del mismo engranaje corrupto. Conversación en La Catedral nos muestra una sociedad podrida desde las bases hasta la cúspide.
Con la muerte de Vargas Llosa, se apagó la última luz de una sucesión extraordinaria de escritores de primera línea que puso a América Latina en el mapa de la literatura mundial del siglo XX: Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Alejo Carpentier, Octavio Paz, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez. Figuras colosales que se llevó el viento y ahora son solo sombras. Pero que aún están ahí.
Conversando con un politólogo, él me explicaba la diferencia entre las oligarquías colombiana y venezolana, y su función dentro del discurso social. No sé si concuerde con él, pero su tesis era que en Colombia existe una burguesía goda, de abolengo, que se instauró desde hace generaciones y que tiene aspiraciones culturales y sociohistóricas.
En cambio, en Venezuela, como el petróleo hace y deshace fortunas, tenemos una burguesía nuevorrica y arribista, sin cultura ni refinamiento, para quien "lujo" significa la comodidad norteamericana de un carrote bien grande, no comprarse una pintura de Botero.
Excelente entrada, ¡saludos!