En la nota anterior sobre Edward Hopper, les conté que la novela corta de García Márquez, El coronel no tiene quien le escriba, narra la historia de un anciano solitario que espera desde hace mucho tiempo la pensión que le prometieron por sus servicios en la guerra. Vive en la pobreza junto a su esposa enferma, en un pueblo mísero aislado del resto del país.
Todos los viernes, el coronel va al muelle a esperar la lancha con el correo, con la ilusión de por fin recibir la carta que le conceda su pensión. Aunque en el fondo sabe que es poco probable que llegue, repite este ritual sin falta, semana tras semana.
Sin embargo, hay otro eje de la historia que no mencioné: el gallo. El coronel tiene como mascota a un gallo que heredó de su hijo Agustín, asesinado algún tiempo antes del comienzo de la novela. El viejo alimenta y entrena al animal, con la esperanza de ganar dinero en apuestas cuando comience la temporada de peleas de gallos. Quizá también lo cuida por una razón más sentimental: lo conecta a su hijo muerto.
A lo largo de la novela, la pregunta sobre si debe vender el gallo desgarra por dentro al coronel. Su mujer lo presiona para que se deshaga del animal, ya que podrían obtener por él una buena suma de dinero que los saque, al menos por un tiempo, de la crisis económica que atraviesan. El propio coronel se siente tentado a venderlo por esa razón.
Pero al mismo tiempo una fuerza interior lo frena, no solo por el hijo muerto y la ilusión de ganar dinero en las apuestas, sino también por factores más nebulosos y difíciles de definir.
Uno es el que ya han señalado muchos académicos, a veces con un énfasis excesivo: el coronel se aferra al gallo como una forma de preservar su dignidad.
Como dice Conrado Zuluaga (negritas mías):
…para cualquier lector es obvio que pocas narraciones […] alcanzan el equilibrio, la seguridad y la perfección de que hace gala la historia del viejo combatiente, porque en esta se recoge mucho de la esperanza y la ilusión de que está hecho cada ser humano, porque son muchos los que hoy sobreviven de la caridad pública, esperando el correo, porque todavía quedan algunos para quienes los valores humanos, la integridad, la justicia, la palabra empeñada, están por encima de todo, pues de lo contrario dejarían de ser ellos mismos.
Sin embargo, hay otro factor que algunos críticos desestiman quizá porque no encaja con la narrativa del hombre íntegro que se niega a sacrificar su honor: en la resistencia del coronel hay una buena dosis de pasividad, falta de arrojo e indecisión.
La esposa, una mujer pragmática y realista, lo percibe de ese modo. A mitad de la novela, el coronel decide dejar a un lado sus dudas y venderle el gallo a su compadre don Sabas, un burgués corrupto y oportunista que, unos días antes, le ofreció novecientos pesos por el animal.
—Lleva el gallo —le recomendó su mujer al salir—. La cara del santo hace el milagro.
El coronel se opuso. Ella lo persiguió hasta la puerta de la calle con una desesperada ansiedad.
—No importa que esté la tropa en su oficina —dijo—. Lo agarras por el brazo [a don Sabas] y no lo dejas moverse hasta que te dé los novecientos pesos.
—Van a creer que estamos preparando un asalto.
Ella no le hizo caso.
—Acuérdate que tú eres el dueño del gallo —insistió—. Acuérdate que eres tú quien va a hacerle el favor.
—Bueno.
Cuando el coronel llega a casa de don Sabas, la esposa le abre la puerta y le informa que su marido se encuentra con el médico en el dormitorio. «Aprovéchelo ahora, compadre», le dice. «El doctor lo está preparando para viajar a la finca y no vuelve hasta el jueves».
Y en ese momento el narrador suelta un dato revelador (negritas mías):
El coronel se debatió entre dos fuerzas contrarias: a pesar de su determinación de vender el gallo quiso haber llegado una hora más tarde para no encontrar a don Sabas.
—Puedo esperar —dijo.
Pero la mujer [la esposa de don Sabas] insistió. Lo condujo al dormitorio donde estaba su marido sentado en la cama trola, en calzoncillos, fijos en el médico los ojos sin color.
Allí, en un rincón del cuarto, el coronel presencia el final del chequeo médico y una breve conversación entre don Sabas y el doctor. Luego viene uno de mis diálogos favoritos en la obra entera de García Márquez.
Mientras se viste, don Sabas se dirige de pronto al coronel:
—Bueno, compadre, qué es lo que pasa con el gallo.
El coronel se dio cuenta de que tambien el médico estaba pendiente de su respuesta. Apretó los dientes.
—Nada, compadre —murmuró—. Que vengo a vendérselo.
Don Sabas acabó de ponerse las botas.
—Muy bien, compadre —dijo, sin emoción—. Es la cosa más sensata que se le podía ocurrir.
[…]
Esperó a que don Sabas dijera algo más, pero no lo hizo. Se puso una chaqueta de cuero con cerradura de cremallera y se preparó para salir del dormitorio.
—Si quiere hablamos la semana entrante, compadre —dijo el coronel.
—Eso le iba a decir —dijo don Sabas—. Tengo un cliente que quizá le dé cuatrocientos pesos. Pero tenemos que esperar hasta el jueves.
Noten que don Sabas ya no ofrece novecientos pesos por el gallo, sino menos de la mitad. Pero no es el coronel el primero en manifestar su sorpresa:
—¿Cuánto? —preguntó el médico.
—Cuatrocientos pesos [responde don Sabas].
—Había oído decir que valía mucho más —dijo el médico.
—Usted me había hablado de los novecientos pesos —dijo el coronel, amparado en la perplejidad del doctor—. Es el mejor gallo de todo el Departamento.
«En otro tiempo cualquiera hubiera dado mil», explicó [don Sabas]. «Pero ahora nadie se atreve a soltar un buen gallo. Siempre hay el riesgo de salir muerto a tiros de la gallera». Se volvió hacia el coronel con una desolación aplicada:
—Eso fue lo que quise decirle, compadre.
El coronel aprobó con la cabeza.
—Bueno —dijo.
¡Bueno!
Con esa pasividad exasperante reacciona el coronel al cambio de discurso de don Sabas.
¿Qué está pasando aquí? Yo creo que todo ser vivo puede, hasta cierto punto, identificarse con el viejo.
La realidad es que el coronel, al menos en ese momento, no sabe qué carajos hacer. No sabe si lo correcto es deshacerse del animal que pertenecía a su hijo muerto. No sabe si con esta transacción, quizá prematura, estaría sacrificando ingresos futuros durante la temporada de apuestas. No sabe si el pesetero de don Sabas lo manipula para despojarlo de su más preciada posesión. No sabe si su obligación es complacer a su esposa enferma, cuya salud podría verse afectada por su decisión. No sabe si debe contrariar esa sensación en las entrañas, tal vez relacionada con el honor y la dignidad, que lo hace resistirse a la venta del gallo.
Y esta tortuosa incertidumbre lo lleva a evadir y aplazar —hasta el dramático final de la novela— cualquier situación que lo obligue a tomar una decisión. Por eso, cuando va a casa de su compadre a ofrecer el animal, desea «haber llegado una hora más tarde para no encontrar a don Sabas». Por eso repite frases como «si quiere hablamos la semana entrante, compadre». Por eso su esposa, que lo conoce mejor que nadie y a veces lo trata como a un pusilánime, siente la necesidad de presionarlo para que no actúe con tanta pasividad y resignación.
La situación actual del coronel es grave. Su vida está enlodada en una crisis que se prolonga indefinidamente porque ha condicionado toda solución a recibir una carta que nunca llegará. Pero en esta escena vemos con claridad como prefiere la certidumbre y calma de su fracaso —un estado que conoce y al que se ha acostumbrado— a la incertidumbre y la angustia de las decisiones difíciles. La sutileza con que el autor refleja todo esto es extraordinaria.
Hay libros de García Márquez que, en mi opinión, han envejecido mal y que al releerlos me decepcionan, a pesar del enorme placer que me causaron la primera vez. Con El coronel no tiene quien le escriba me ocurre lo contrario.
Interesante análisis, estimado. Me llevó a la famosa última frase de Sócrates, que ha dado tanta tinta que correr: "recuerda que le debemos un gallo a Esculapio". El gallo es un símbolo extremadamente importante en la alquimia, por ejemplo, aunque no creo que Gabo lo haya metido por eso.
Tengo años sin releer a García Márquez, un poco por la misma aprehensión. Mi novela favorita de él tal vez sea "Crónica de una muerte anunciada", por lo complejo del montaje y la forma en la que entrelaza las historias. También, una de las peores novelas que he leído tout court es "Memoria de mis putas tristes", pero bueno, es cara la vida en Cartagena, ¿eh?