En el judaísmo, el Shiva es el período de siete días de duelo que sigue el entierro de un familiar cercano. En su última novela Inside Story, Martin Amis cuenta que al morir el gran escritor norteamericano, Saul Bellow, su familia colocó en una mesa sus novelas, cuentos, ensayos —libros que durante esa semana fueron consultados, comentados y leídos en voz alta.
En una de esas discusiones, Amis describe haberse sentido tan estimulado y satisfecho como solía sentirse después de conversar con Bellow, quien en vida fue su cercano amigo y mentor:
This tranfusion from the afterlife of words must surely hasten another of the projects of grief: finding the space to step back, to step back and see the whole man (and in his fullest vigour), rather than simply the poor bare forked creature under your care, confused by the struggles to complete his allowance of reality.
Antes de fallecer, Vargas Llosa llevaba un tiempo ya ido. De vez en cuando aparecía alguna foto suya o una noticia sobre una aparición pública, pero su prolongado silencio, sobre todo tratándose de alguien que durante décadas escribió y opinó como otros respiran, era una señal clara de que su salud estaba gravemente deteriorada.
El Vargas Llosa que todos conocíamos jamás hubiese dejado de escribir una columna sobre el fraude electoral de 2024 en Venezuela o el creciente autoritarismo en los Estados Unidos. El Vargas Llosa que no escribió esas columnas era el anciano «confundido por las batallas para completar su última asignación de realidad».
Por eso, siguiendo el consejo de Amis, llevo unos días releyendo mis cuadernos con apuntes sobre los libros de Vargas Llosa; encontrando el espacio para dar un paso atrás y ver, en su máximo vigor, a uno de los más grandes escritores del siglo XX.
Aquí los dejo con algunas reflexiones sobre una de sus mejores novelas.
II.
Vargas Llosa era un maestro en el uso económico de su prosa: siempre jugaba simultáneamente en varios tableros. La inmensa riqueza de sus ficciones es inseparable de esta intención deliberada de comunicarle al lector muchas cosas al mismo tiempo.
La primera mitad de La Fiesta del Chivo, su obra maestra sobre la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo, desarrolla tres líneas narrativas. Una de ellas sigue a Trujillo el día de su muerte, desde que se despierta de madrugada hasta que, por la noche, un grupo de conspiradores lo asesina.
En la mañana, Trujillo se reúne con varios de sus asesores y ministros. El capítulo VIII gira en torno a una reunión con Henry Chirinos, hombre de confianza que controla los ministerios de Agricultura, Comercio y Finanzas. En este extracto, uno de los más divertidos de la novela, Vargas Llosa utiliza el estilo indirecto libre: el narrador se acerca tanto al personaje de Trujillo que temporalmente se funde con él.
El episodio es cómico porque vemos al grotesco Chirinos, apodado «Constitucionalista Beodo» por su alcoholismo, a través de la mente del dictador:
El pelo que le faltaba en la cabeza le sobresalía de las orejas, cuyas matas de vellos negrísimos irrumpían, agresivas, como grotesca compensación a la calvicie del Constitucionalista Beodo. ¿También él le había puesto ese apodo, antes de rebautizarlo, en su fuero íntimo, la Inmundicia Viviente? El Benefactor no lo recordaba. Probablemente, sí. Era bueno poniendo apodos, desde su juventud. Muchos de esos sobrenombres feroces que estampillaba sobre la gente se hacían carne de sus víctimas y llegaban a reemplazar sus nombres. Así había ocurrido con el senador Henry Chirinos, a quien nadie en la República Dominicana, fuera de los periódicos, conocía ya por su nombre, sólo por su devastador apelativo: el Constitucionalista Beodo. Tenía la costumbre de acariciar las sebosas cerdas que anidaban en sus orejas y, aunque el Generalísimo, con su manía obsesiva por la limpieza, se le había prohibido delante de él, ahora lo estaba haciendo, y, para colmo, alternaba esta asquerosidad con otra: atusarse los pelos de la nariz. Estaba nervioso, muy nervioso. Él sabía por qué: le traía un informe negativo sobre el estado de los negocios. Pero el culpable de que las cosas fueran mal no era Chirinos sino las sanciones impuestas por la OEA, que estaban asfixiando al país.
–Si te sigues escarbando la nariz y las orejas, llamo a los ayudantes y te tranco –dijo, malhumorado–. Te he prohibido esas porquerías aquí. ¿Estás borracho?
El Constitucionalista Beodo dio un bote en su asiento, frente al escritorio del Benefactor. Apartó sus manos de la cara.
–No he bebido ni una gota de alcohol –se excusó, confundido–. Usted sabe que no soy bebedor diurno, Jefe. Sólo crepuscular y nocturno.
Fíjense todo lo que Vargas Llosa logra en apenas media página. Tal vez lo más ingenioso sea cómo ilumina la personalidad de Trujillo a través de la dinámica entre lo que piensa y lo que dice. Cualquier otra persona, al ver a Chirinos en medio de esas asquerosidades, habría ocultado su desagrado. Pero el déspota Trujillo no se contiene y le dice lo que siente, humillándolo en el proceso con la amenaza y la reprimenda.
Al mismo tiempo, Vargas Llosa refuerza con esta anécdota rasgos claves de ambos personajes. En el caso de Trujillo, su manía por el orden y la limpieza; en el de Chirinos, su servilismo y cursilería.
Además de la caracterización, el autor aprovecha este pasaje para aligerar la densidad del tema central de la novela—los horrores de la dictadura de Trujillo—mediante el humor. Podemos ver esto como un simple recurso literario para ocasionalmente darle un respiro al lector, pero también puede reflejar algo más profundo: la idea de que el humor es una parte fundamental de la existencia, incluso en los contextos más sórdidos y opresivos. El deleite estético que provoca este libro, pese a abordar un tema tan oscuro, es fruto de ese delicado equilibrio que le permite al autor hacer reír sin banalizar la tragedia de la dictadura.
Finalmente, la conversación con Chirinos es un instrumento narrativo que, un poco más adelante, Vargas Llosa utiliza para explorar la situación ecónomica del país y los negocios corruptos del dictador y su familia; situar la trama en un contexto histórico sin el cual la novela no tendría la misma riqueza, amplitud y fuerza persuasiva.
Para un novelista con esa ambición totalizadora que definía a Vargas Llosa, el uso inteligente y económico del espacio era esencial.
III.
Uno de los personajes más logrados de La Fiesta del Chivo es el senador Agustín “Cerebrito” Cabral, quien cae en desgracia con el régimen sin saber por qué. De un día a otro comienzan a vilipendiarlo en los medios, excluirlo de comisiones en el Congreso y despojarlo de antiguos privilegios, todo por orden de Trujillo.
El dictador lo hace sin motivo; simplemente porque, de vez en cuando, le gusta “darles un baño de realidad” a sus colaboradores: bajarlos del pedestal, recordarles que no son nada sin él y que a él deben todo lo que son.
En el capítulo XIII, Cerebrito, en un monólogo interior, piensa lo siguiente:
Trujillo era magnánimo, cierto. Podía ser cruel cuando el país se lo exigía. Pero, también, generoso, magnífico como ese Petronio de Quo Vadis? al que siempre citaba. En cualquier momento, lo llamaría a Palacio Nacional o a las Estancia Radhames. Tendrían una explicación teatral, de esas que al Jefe le gustaban. Todo se aclararía. Le diría que, para él, Trujillo no sólo había sido el Jefe, el estadista, el fundador de la República, sino un modelo humano, un padre. La pesadilla habría terminado. Su vida anterior se reactualizaría, como por arte de magia.
No hay que subestimar los extremos de sinrazón a los que puede llegar una persona para justificar su posición.
Esta frase, ilustrada en el monólogo de Cerebrito, nos ayuda comprender a quienes rodean a líderes autoritarios. La lógica es simple: a poca gente le gusta verse a sí misma como cobarde y sumisa. Por eso Cerebrito Cabral justifica la crueldad de Trujillo convenciéndose de que a veces la situación del país lo exige; y por eso se esfuerza constantemente en minimizar sus defectos e inflar sus virtudes. Eso le permite camuflar su cobardía ante los demás y, más importante aún, ante sí mismo.
IV.
En un ensayo sobre El reino de este mundo, que cité hace poco, Vargas Llosa habla sobre las virtudes del estilo barroco y afectado de Alejo Carpentier, resaltando su "sensorialidad lujosa":
…la manera como se las arregla para que la historia parezca entrarle al lector por todos los sentidos: la vista, el oído, el olfato, el sabor, el tacto. Un estilo en el que, curiosamente, lo amanerado no está reñido con la vida del cuerpo, donde el adorno realza lo vital.
Es difícil no pensar en esta observación al leer esta maravillosa descripción de Santo Domingo en La Fiesta del Chivo:
Está en la esquina de Independencia y Máximo Gómez, esperando entre un racimo de hombres y mujeres para cruzar. Su nariz registra una variedad tan grande de olores como en sinfín de ruidos que martillean sus oídos: el aceite que queman los motores de las guaguas y despiden los tubos de escape, lenguetas humosas que se deshacen o quedan flotando sobre los peatones; olores a grasas y fritura, de un puesto donde chisporrotean dos sartenes y se ofrecen viandas y bebidas, y ese aroma denso, indefinible, a cuerpos transpirando, un aire impregnado de esencias animales, vegetales y humanas que el sol protege, demorando su disolución y evanescencia.
“…el aceite que queman los motores de las guaguas y despiden los tubos de escape...”
“…olores a grasas y fritura, de un puesto donde chisporrotean dos sartenes…”
“…un aire impregnado de esencias animales, vegetales y humanas que el sol protege, demorando su disolución…”
¡Demorando su disolución!
¿Cuántas veces hemos vivido, sin poder articularlo, lo que describe ese párrafo? Vargas Llosa evoca una calle del centro de Santo Domingo, pero un habitante de Bangkok, Ciudad de México, Lima, Río de Janeiro o Caracas sabe exactamente de qué está hablando.
V.
Terminemos con el comienzo.
La trama del capítulo II de La Fiesta del Chivo es, en apariencia, muy simple. Trujillo se despierta en la madrugada, hace ejercicio, se asea, se viste y luego va a su despacho para comenzar la jornada. Sin embargo, el capítulo es un verdadero tour de force en el que Vargas Llosa introduce los temas principales de la novela. En la página 28, mientras hace ejercicio, el dictador escucha algo a lo lejos:
El remo estaba en un cuartito adjunto, atiborrado de máquinas de ejercicios. Empezaba a remar, cuando un relincho vibró en la quietud del amanecer, largo, musical, como jocunda alabanza a la vida. ¿Cuánto tiempo que no montaba? Meses. Nunca lo había hastiado, después de cincuenta años seguía ilusionándolo como el primer sorbo de una copa de brandy español Carlos I, o la primera ojeada al cuerpo desnudo, blanco, de formas opulentas, de una hembra deseada.
Desprovista de su contexto, la frase quizá no parezca gran cosa. Pero cada vez que releo ese capítulo, este pasaje me toca una fibra íntima. Misteriosamente, esa oración del relincho del caballo en la madrugada, que el dictador/narrador describe como «jocunda alabanza a la vida», me hace sentir en las entrañas no solo la grandeza de Vargas Llosa como artista, sino el poder de la literatura y el arte en general. Me recuerda a otro gigante, José Ortega y Gasset, quien decía que «leer a un gran escritor es casi un placer físico: como nadar o caminar en el bosque».
Y no sólo es la hermosísima asociación del sonido del caballo en la madrugada con la belleza de la vida. Es la forma en que esta frase reafirma, con un toque casi mágico, la calidad de todo lo que hemos venido leyendo.