Lea aquí la primera parte del ensayo.
Perdida en su mundo de placer y ocio, y sin interés en comprender lo que sucede a su alrededor, la bella Paulina Bonaparte se enamora de su vida en La Española. Además de disfrutar de los masajes y baños de Solimán, pasa sus días leyendo novelas rosas, deleitándose con frutas y manjares exóticos, zambulléndose desnuda en la piscina y recostándose en tumbonas para dejarse adorar por el sol. Durante los viajes frecuentes del general Leclerc, aprovecha su ausencia acostándose con algún joven y apuesto oficial. El general, agobiado por las exigencias de su trabajo, le habla en las noches sobre las sublevaciones de esclavos y sus problemas con otros colonos, pero ella apenas le presta atención.
Este idilio tropical, sin embargo, se acaba abruptamente cuando Leclerc cae enfermo poco después de un brote de una epidemia de cólera. Aterrorizada y en cuarentena, Paulina se dedica cuerpo y alma a atender a su esposo. Ese es el momento en que su relación con Solimán se transforma en algo diferente.
VI
La gran curiosidad de Carpentier con Haití en esa etapa de su historia provenía, en parte, del encuentro de las culturas europeas, indoamericanas y africanas: cómo ellas se entrelazan, chocan y se fusionan de forma asombrosa en la política, el arte y la religión. Por ejemplo, unos años después de la independencia, el dictador haitiano Henri Christophe no solo replicó las estructuras políticas de opresión de las colonias e impuso el catolicismo como la religión oficial, sino también adoptó tradiciones y costumbres europeas, incluyendo la vestimenta de los monarcas:
En el caso de la religión, la amalgama de creencias no puede ser más fascinante, como lo demuestra la relación de Paulina y Solimán. Cuando el general Leclerc se enferma, Paulina entra en pánico —un terror magnificado por el recuerdo de una epidemia que padeció en Ajaccio durante su infancia. Frustrada por el fracaso de los médicos, comienza a escuchar los consejos de Solimán, quien recomienda para su esposo recetas supersticiosas como sahumerios de inciensio, índigo y cáscaras de limón.
La aristocrática Paulina Bonaparte, que más tarde obtendría el título de princesa de Borghese al casarse con un noble italiano, decide recurrir a los rituales vudú de Solimán en un intento desesperado, aunque al final inútil, por salvar a su esposo:
La agonía de Leclerc, acreciendo su miedo, la hizo avanzar más aún hacia el mundo de poderes que Solimán invocaba con sus conjuros… Para evitar que los miasmas malignos atravesaran el agua, el negro ponía a bogar pequeños barcos, hechos de un medio coco, todos empavesados con cintas sacadas del costurero de Paulina, que eran otros tantos tributos a Aguasú, Señor del Mar. Una mañana, Paulina descubrió un gálibo de barco de guerra en la impedimenta de Leclerc. Corriendo lo llevó a la playa, para que Solimán añadiera esa obra de arte a sus ofrendas.
Hay quienes dicen que el creador no debe explicar su obra, sino dejar que su arte hable por sí mismo. Carpentier, el transgresor, irrespetó esta norma y escribió artículos y ensayos sobre los conceptos e ideas detrás de sus ficciones.
En el prólogo a El reino de este mundo se jacta de que la novela "ha sido establecida sobre una documentación extremadamente rigurosa que no solo respeta la verdad histórica de los acontecimientos, los nombres de los personajes —incluso los secundarios—, de lugares y hasta de calles, sino que oculta, bajo su aparente intemporalidad, un minucioso cotejo de fechas y cronologías".
Uno se pregunta si esta escena surreal entre Paulina y Solimán tiene alguna base en la "verdad histórica" o es un producto de su prodigiosa imaginación:
Una mañana, las camaristas francesas descubrieron con espanto que el negro ejecutaba una extraña danza en torno a Paulina, arrodillada en el piso, con la cabellera suelta. Sin más vestimenta que un cinturón del que colgaba un pañuelo blanco a modo de cubre sexo, el cuello adornado de collares azules y rojos, Solimán saltaba como un pájaro, blandiendo un machete enmohecido. Ambos lanzaban gemidos largos, como sacados del fondo del pecho, que parecían aullidos de perro en noche de luna. Un gallo degollado aleteaba todavía sobre un reguero de granos de maíz. Al ver que una de las fámulas contemplaba la escena, el negro, furioso, cerró la puerta de un puntapié. Aquella tarde, varias imágenes de santos aparecieron colgadas de las vigas del techo, con la cabeza abajo. Solimán no se separaba ya de Paulina, durmiendo en su alcoba sobre una alfombra encarnada.
Noten la atmósfera mágico-religiosa; noten como Carpentier expande aquí los límites de la realidad para incluir una dimensión “maravillosa” con un efecto hechizante, casi sobrenatural.
Al fallecer el general Leclerc, Paulina se regresa a Europa y Solimán nunca más vuelve a verla. Pero años después, ya anciano, Solimán se encuentra en Roma con una estatua de ella que desata una cadena de recuerdos y le provoca una profunda nostalgia.
En esa escena, el narrador nos revela sutilmente que, en aquella etapa oscura antes de la muerte de Leclerc, la relación de Paulina y Solimán se había estrechado, sus almas unidas por el sufrimiento y la empatía. El erotismo inicial de los masajes se diluyó en algo más profundo: una mezcla de cariño, ternura y tal vez un atisbo de amor.
[Solimán] Palpo el marmol [de la estatua de Paulina] ansiosamente, con el olfato y la vista metidas en el tacto. Sopesó los senos. Paseó una de sus palmas, en redondo, sobre el vientre, deteniendo el meñique en la marca del ombligo. Acarició el suave hundimiento del espinazo, como para voltear la figura. Sus dedos buscaron la redondez de las caderas, la blandura de la corva, la tersura del pecho. Aquel viaje de las manos le refrescó la memoria trayendo imágenes de muy lejos. El había conocido en otros tiempos aquel contacto. Con el mismo movimiento circular había aliviado este tobillo, inmovilizado un día por el dolor de una torcedura. La materia era distinta, pero las formas eran las mismas. Recordaba, ahora, las noches de miedo, en la isla de la Tortuga, cuando un general francés agonizaba detrás de una puerta cerrada. Recordaba a la que se hacía rascar la cabeza para dormirse. Y, de pronto, movido por una imperiosa rememoración física, Solimán comenzó a hacer los gestos del masajista, siguiendo el camino de los músculos, el relieve de los tendones, frotando la espalda de adentro afuera, tentando los pectorales con el pulgar, percutiendo aquí y allá.
"Recordaba a la que se hacía rascar la cabeza para dormirse".
Qué riqueza la de esta novela de este gran escritor. Cuánta información sobre la relación en una sola oración. Esto es arte del más alto nivel.
En el próximo artículo, la gran innovación de Carpentier: el concepto de lo "real maravilloso".