En una escena de Conversación en La Catedral de Mario Vargas Llosa, unos jóvenes limeños de clase alta se las arreglan para que una señora de servicio se tome, bajo engaño, una pastilla que supuestamente excita a las mujeres.
El acto en sí no es lo más interesante. Todos los adolescentes cometen maldades. El valor de la anécdota es la realidad que ilumina: uno intuye que los jóvenes no se habrían atrevido a hacer lo mismo con una mujer de su clase social.
Con la escena, Vargas Llosa revela la existencia de una estructura jerárquica en la sociedad que abre un espacio de permisividad para estos abusos, solo si son cometidos por ciertos grupos contra ciertos grupos.
Ese mismo acto, si la víctima fuera una mujer de clase alta, sería una transgresión inaceptable. Dirigido contra una señora de servicio, se ve como una simple travesura. Por eso los jóvenes sienten que están haciendo algo normal, lo que reduce el costo moral de la transgresión. Nacieron en un mundo que funciona bajo normas que ellos no cuestionan, sin ser aún muy conscientes de que esas normas son tremendamente injustas.
The world is what it is, escribió V.S. Naipaul en su novela A Bend in the River. Para esos jóvenes de Conversación en La Catedral, ese abuso contra la señora de servicio no es un acto deliberado de discriminación, sino el orden natural de las cosas.
II
Esa, pues, es la idea detrás de ese capítulo de Conversación en La Catedral. Y Vargas Llosa utiliza a los personajes y la anécdota para ilustrarla.
Pero debe hacerlo con cuidado, manteniendo un delicado equilibrio. Como dice Katherine Boo, autora del magnífico libro Behind the Beautiful Forevers:
When I pick a story, I’m very much aware of the larger issues that it’s illuminating. But one of the things that I, as a writer, feel strongly about is that nobody is representative. That’s just narrative nonsense. People may be part of a larger story or structure or institution, but they’re still people. Making them representative loses sight of that. Which is why a lot of writing about low-income people makes them into saints, perfect in their suffering.
Boo no es una novelista, pero la observación aplica también a la ficción.
En la escena de Conversación en La Catedral, Vargas Llosa busca iluminar una compleja realidad. Pero un énfasis excesivo en ese objetivo pudo haberlo llevado a exagerar la bondad de la señora de servicio o la ingenuidad de los jóvenes, estirando hasta romper los límites de verosimilitud de la escena.
Cuando se intenta exponer un fenómeno social en la ficción o el periodismo, siempre existe la tentación de reducir a las personas a meras representaciones de ese fenómeno.
III
En una escena de Swing Time de Zadie Smith, la narradora describe un juego sexual que se puso de moda en su escuela cuando tenía nueve años:
It was like tag, but a girl was never ‘It,’ only boys were ‘It,’ girls simply ran and ran until we found ourselves cornered in some quiet spot, away from the eyes of dinner ladies and playground monitors, at which point our knickers were pulled aside and a little hand shot into our vaginas, we were roughly, frantically tickled, and then the boy ran away, and the whole thing started up again from the top.
Por un tiempo en eso consiste el juego. Pero luego éste se traslada al salón de clase y, en el proceso, se transforma:
The random element was now gone: only the original three boys played and they only visited those girls who were both close to their own desks and whom they assumed would not complain. Tracey was one of these girls, as was I, and a girl from my corridor called Sasha Richards. The white girls — who had generally been included in the playground mania — were now mysteriously no longer included: it was as if they had never been involved in the first place.
La idea de Zadie Smith no es muy distinta a la de Vargas Llosa. La autora nos revela que esos niños de nueve años, de alguna manera, ya han entendido que es más fácil abusar de las morenas que de las blancas. Ya intuyen —¡a esa edad!— que ese manoseo es socialmente aceptable, solo si es cometido por ciertos grupos contra ciertos grupos.
¿Es creíble la escena? Zadie Smith es consciente de que, al intentar ilustrar esta realidad, corre el riesgo de sacrificar la veracidad de su historia. Por eso hace algunos matices, introduciendo un factor de distancia en el criterio de selección de las niñas y recordándonos que el juego, al principio, incluía también a las blancas (negritas mías):
The random element was now gone: only the original three boys played and they only visited those girls who were both close to their own desks and whom they assumed would not complain. Tracey was one of these girls, as was I, and a girl from my corridor called Sasha Richards. The white girls —who had generally been included in the playground mania— were now mysteriously no longer included: it was as if they had never been involved in the first place.
Al mismo tiempo, Smith nos comunica con claridad que el racismo estaba tan arraigado en el Londres de los años ochenta que incluso los niños lo absorbían sin darse cuenta.
The random element was now gone: only the original three boys played and they only visited those girls who were both close to their own desks and whom they assumed would not complain. Tracey was one of these girls, as was I, and a girl from my corridor called Sasha Richards. The white girls — who had generally been included in the playground mania — were now mysteriously no longer included: it was as if they had never been involved in the first place.
El párrafo ilumina maravillosamente la tensión entre el deseo de ilustrar una idea y el de resguardar la verosimilitud de una escena.
Esta nota en una edición de una reflexión que publiqué hace 10 años.