A mediados de marzo, la administración Trump invocó una antigua ley de 1798 para arrogarse poderes extaordinarios y deportar, sin debido proceso, a más de 200 venezolanos que acusa de pertenecer al Tren de Aragua a una cárcel en El Salvador. Un juez federal dispuso casi de inmediato la suspensión temporal de esas expulsiones y solicitó que, si ya habían despegado aviones con deportados, se les ordenara regresar. Pero la rápida reacción judicial no impidió la entrega de los venezolanos a las autoridades salvadoreñas.
Este episodio transciende la controversia sobre las deportaciones, pues plantea dudas sobre si Trump desobedeció la orden del juez. Varios funcionarios de su administración han coqueteado con la idea de que el Poder Judicial no puede restringir al Ejecutivo, revelando su menosprecio por el principio de separación de poderes.
Si Trump decidiera ignorar a las cortes, este caso se convertiría en un hito en una crisis constitucional que amenaza la supervivencia de la democracia más vieja del mundo.
A primera vista, lo que ocurre con los deportados venezolanos parece confuso porque se están discutiendo tres cosas distintas. La primera es si Trump puede invocar la Ley de Enemigos Extranjeros para combatir al Tren de Aragua (TdA), una peligrosa organización criminal de Venezuela. La segunda es si los venezolanos pueden ser deportados sin debido proceso—o sin la oportunidad de demostrar su inocencia en caso de que el Gobierno los acuse erróneamente de pertenecer a la pandilla. Y la tercera es si Trump desobedeció al juez James Boasberg, quien ordenó frenar las deportaciones amparadas en esa antigua ley.
En los tres casos, la posición de la administración Trump es cuestionable tanto a nivel moral como jurídico.
La Ley de Enemigos Extranjeros permite la expulsión sumaria de personas procedentes de países hostiles durante una invasión o tiempos de guerra. La Casa Blanca alega que el TdA, junto al Gobierno de Venezuela, están perpetrando una «incursión depredadora» contra EE UU.
El problema es que EE UU no está en guerra con Venezuela y caracterizar las operaciones del TdA como una invasión es una exageración.
Para comenzar, la opinión de la mayoría de los analistas y expertos que han estudiado al grupo criminal coinciden en que, si bien hay miembros del TdA en EE UU, su presencia no puede calificarse como una incursión depredadora ni mucho menos una declaración de guerra. Ninguno defiende al TdA ni minimiza los crímenes cometidos por sus integrantes en el país. Lo que señalan es que no se trata de una invasión.
Los conocedores del TdA no son los únicos que piensan de esa manera. La llamada Comunidad de Inteligencia de EE UU—que incluye a la CIA, el Consejo de Seguridad Nacional, el FBI y otros organismos—presentó el pasado miércoles su «Evaluación de Amenazas», un informe que publica cada año. ¿Qué dice sobre la presencia del TdA en EE UU? En las 31 páginas del documento no hay una sola mención a la pandilla.
Por otro lado, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) declaró hace poco ante un tribunal que, entre los inmigrantes registrados en sus expedientes, ha identificado a 258 miembros del TdA y detenido a menos de la mitad. Esa cifra, en una nación de 335 millones de personas, no justifica el uso del término «invasión».
Esta invocación cuestionable de la Ley de Enemigos Extranjeros fue parte del motivo que llevó al juez Boasberg a ordenar el cese temporal de las deportaciones. ¿Desobedeció la administración un dictamen judicial al permitir que los aviones con deportados aterrizaran en El Salvador? Es probable que sí. La agencia AP publicó las horas de partida y llegada de los vuelos, y todo indica que hubo suficiente tiempo entre la orden del juez y el aterrizaje para que la administración ordenara el regreso de los aviones.
Además, los argumentos esgrimidos por el Gobierno explicando por qué no se suspendieron los vuelos han sido inconsistentes y poco convincentes. Los abogados de Trump dijeron inicialmente que la orden de Boasberg no era válida por haber sido verbal. Al mismo tiempo, funcionarios de la Casa Blanca alegaron que el tribunal no tenía jurisdicción sobre esos aviones porque, al momento del dictamen, ya se encontraban fuera del territorio estadounidense. En sus redes sociales, Trump también acusó a Boasberg de extralimitarse en sus funciones y incluso pidió su destitución mediante un juicio político.
Más grave aún, el secretario de Estado, Marco Rubio, retuitió en X un mensaje del presidente de El Salvador, Nayib Bukele, burlándose de que los deportados ya estaban en manos de las autoridades salvadoreñas a pesar de la orden del Boasberg:
Incólume ante los ataques de Trump, Boasberg pidió a los abogados del Gobierno información detallada sobre los vuelos. ¿Por qué solicitó datos que ya eran públicos? Quizá porque, al entregarlos, la administración estaría reconociendo que hubo tiempo para ordenar el regreso de los aviones. Los abogados se negaron a proporcionar la información con argumentos que el juez calificó de «deplorablemente insuficientes» y terminaron invocando «privilegios de secreto de Estado» para justificar su negativa.
Lo peor de este caso, sin embargo, no son estas maromas legales. Lo más grave es que EE UU está deportando a migrantes a una cárcel de El Salvador, sin ofrecer garantías procesales. Esto significa que, en teoría, un venezolano inocente —si es acusado falsamente de pertenecer al TdA—puede terminar encarcelado en una prisión salvadoreña sin tener oportunidad de defenderse ante ninguna instancia. Recordemos que el Gobierno de El Salvador es represivo y autoritario, con un extenso historial de violaciones de derechos humanos que incluye las de su terrible sistema penitenciario.
¿Fueron deportados venezolanos sin antecedentes criminales ni vínculos con el TdA a una prisión salvadoreña? Investigaciones periodísticas, abogados migratorios y organizaciones como la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU) aseguran que esto ha ocurrido. En varios casos, la única justificación del traslado a una cárcel en El Salvador parece haber sido tener tatuajes; en uno en particular, el Gobierno admitió que la deportación se debió a un error administrativo. Casi todos los principales medios de EE UU—incluyendo The New York Times, The Washington Post, The Atlantic, The New Yorker, The Miami Herald, Reuters, y AP—han publicado reportajes que documentan estas graves denuncias.
Más aún, el propio Gobierno de EE UU parece aceptar esta posibilidad. Un funcionario de ICE declaró en un tribunal que «muchos» de los deportados no tenían antecedentes criminales en EE UU. Y a mediados de marzo el secretario de Estado, Marco Rubio, señaló: «Si resulta que uno de ellos [deportados] no lo es [del TdA], entonces está ilegalmente en nuestro país, y los salvadoreños pueden deportarlo a Venezuela».
Lo que Rubio no dice es que el Gobierno de El Salvador no tiene mayor incentivo para liberar a una persona inocente si EE UU, bajo un acuerdo firmado con Bukele, está pagando 20 mil dólares al año por cada preso. No solo eso: un sistema autoritario como el de El Salvador no se caracteriza por corregir este tipo de abusos.
El viernes el juez Boasberg extendió la suspensión de las deportaciones bajo la Ley de Enemigos Extranjeros hasta mediados de abril. Ese mismo día la administración Trump solicitó a la Corte Suprema revocar este bloqueo temporal para poder reanudar las deportaciones.
Esperemos que la máxima instancia judicial del país tome la decisión correcta en un caso donde están en juego el debido proceso y los derechos básicos de todos los migrantes y tal vez incluso los ciudadanos.