La parte más interesante de Nos quieren muertos de Javier Moro son los capítulos dedicados al encarcelamiento de Leopoldo López, el líder opositor venezolano que protagoniza esta novela de «no ficción».
Leopoldo estuvo preso durante cinco años, tres de ellos en la cárcel militar de Ramo Verde. Como tantos otros prisioneros políticos, fue sometido a períodos prolongados de aislamiento y padeció toda clase de torturas físicas y psicológicas que lo llevaron al borde de la locura y el suicidio.
El catálogo de abusos es una prueba más de la vileza del régimen de Maduro. López llegó a pasar tres meses en aislamiento absoluto, sin contacto con nadie durante las 24 horas del día. En una oportunidad, sus hijos le regalaron un perico y los guardias lo degollaron. En otra, le botaron el manuscrito de un libro que llevaba tiempo escribiendo. Durante algunos períodos, no le permitieron asistir a misa, le negaron visitas, le prohibieron a los guardias conversar con él e incluso lo despojaron de lámparas y linternas, impidiéndole leer por las noches. Para vigilarlo cada segundo, Diosdado Cabello ordenó su traslado a una celda llena de cámaras.
No lograron quebrarlo, pero estuvieron muy cerca, en varias ocasiones. Una fue cuando lo devolvieron a Ramo Verde, después de que el régimen le concediera el arresto domiciliario:
En su celda blanca, Leopoldo extrajo con delicadeza todo el cable que pudo, pero cada vez debía tirar con más fuerza hasta que se rompió. Pensó que no había suficiente para colgarse, intentó extraer un poco más, pero no lo consiguió. Derrotado, permaneció sentado en el suelo, los ojos cerrados para huir de la agresiva blancura de aquella luz. Empezó a sosegarse. Su pensamiento se volvió hacia los suyos, hacia todos los que lo esperaban fuera. La imagen de sus hijos, a los que hacía muy poco había estrechado entre sus brazos, le volvió a la mente. ¿Podía hacerles eso a ellos? ¿A Lilian [su esposa]? ¿A sus padres? ¿A sus compañeros? Sí, podía, y lo acabarían entendiendo; no en vano le habían acompañado hasta ese momento crucial.
En la cárcel, Leopoldo entabló una relación muy especial con otro preso político, Daniel Ceballos. Se volvieron grandes amigos, a pesar de no convivir en el mismo espacio y de que el contacto entre ellos era limitado: conversaban a gritos desde sus respectivas celdas. Juntos aprendieron a boxear, a tocar el cuatro y a jugar mejor al ajedrez.
Una de las escenas más conmovedoras del libro es cuando se llevan a Ceballos de Ramos Verde, después de que él y Leopoldo iniciaran juntos una huelga de hambre. La separación derrumbó emocionalmente a López:
Pasaron un par de horas y escuchó un grito. Era la voz de Daniel:
—Hermano, ¿cómo estás?
—Bien, hermano. Ya comenzamos, estamos resteados.
Al alba, le despertó un alboroto de ruido de cadenas y llaves y un grito angustiado de Daniel:
—¡Hermano, contra mi voluntad me trasladan!
—¿Y la orden judicial? ¡Pide que venga tu abogado!
Leopoldo se acercó a la rendija de su puerta y vislumbró como Daniel, esposado, era arrastrado por unos hombres encapuchados. Desde el pasillo, a la altura de su celda, le lanzó un breve saludo.
—Me voy en huelga de hambre, sepa que usted es más que mi hermano, lo quiero. Fuerza, hermano, fuerza.
Fueron las últimas palabras que oyó de él.
Hoy Ceballos es un aliado de Maduro, pero durante buena parte de su encarcelamiento dio muestras de un inmenso coraje. Padeció toda clase de torturas y soportó períodos largos de aislamiento sin ceder un milímetro en sus principios.
¿Qué ocurrió en la penitenciaria de San Juan de los Morros, la cárcel de máxima seguridad adonde fue trasladado? ¿Por qué terminó bajando la cabeza ante el régimen? Supongo que por la misma razón por la que Leopoldo estuvo tan cerca de suicidarse: los seres humanos no somos de hierro. Las dictaduras, a veces, logran quebrar incluso a las personas que, en determinados momentos, han demostrados ser más valientes que la mayoría.