La más reciente película de Pedro Almodóvar, The room next door, ha provocado reacciones mixtas entre los críticos. La razón no es que aborde la muerte asistida, tema polarizante y divisorio, sino que algunos la consideran un gran filme, merecedor de los premios que ha ganado, y otros lo ven como una obra defectuosa, con diálogos acartonados, una trama dispersa y desorganizada, e hilos secundarios que, por su pobre desarollo y mala integración a la historia central, se sienten artificiales.
Después de ver la película, inspirada en la novela de Sigrid Nunez What Are You Going Through, yo me ubico en la zona gris de este debate. Aunque comparto varias de las críticas, me pareció una historia conmovedora que vale la pena ver.
Quiero hacer un par de comentarios sobre los diálogos del filme, pero no puedo sin antes resumir la trama.
De regreso a Nueva York, después de vivir años en París, Ingrid se entera de que su amiga de juventud Martha, una corresponsal de guerra, ha sido diagnosticada con un cáncer terminal. De inmediato va a verla en el hospital, y esa primera visita lleva a otra, y luego a muchas más, hasta que retoman la amistad, como suele ocurrir con los grandes amigos a quienes llevamos tiempo sin ver. Martha e Ingrid salen a caminar, almorzar, cenar, se llaman por teléfono, y conversan sobre todo tipo de cosas, desde viejos amantes y traumas familiares al miedo a la muerte, tema del libro que Ingrid, también escritora, acaba de publicar.
Los dos personajes son interpretados por Tilda Swinton y Julianne Moore, quienes parecen haber nacido para actuar juntas en esos roles. La dinámica entre ellas prueba una vez más el talento especial del Almodóvar no solo para descubrir y elegir a actores, sino también agruparlos, emparejarlos, y en general, hacerlos brillar como nunca antes.
Una tarde, mientras conversan en un café, Martha le pide a Ingrid un favor. Su pronóstico es desolador: el tratamiento para su cáncer, que los médicos insisten en continuar, es doloroso y, en el mejor de los casos, solo le daría unos meses más de vida. Por eso ha decidido irse en sus propios términos y suicidarse con una pastilla que consiguió ilegalmente por internet. Para ello ha alquilado una casa espectacular en el campo. Quiere pasar sus últimos días en paz, en un lugar hermoso.
El problema es que la aterra estar sola; desea que alguien la acompañe a morir. Le gustaría que una amiga cercana esté en la habitación de al lado (the room next door) cuando ella decida tomar la pastilla. No le anunciará a esa persona el día ni la hora del acto final, pero en el momento que resuelva irse dejará una señal: cerrará la puerta de su habitación, que hasta entonces permanecerá siempre abierta.
A Ingrid le cuesta mucho aceptar, pero en un acto desinteresado de suprema generosidad decide hacerle a su amiga ese último favor.
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Es verdad que los diálogos de The room next door son a menudo melodramáticos, rígidos y expositivos. Con frecuencia, aunque no siempre, los personajes hablan de forma poco natural para proporcionar información de contexto al espectador. A ratos, más que vivir la escena, parecen narrar su propia historia.
Pero, a pesar de eso, la película tiene un poder de persuasión tremendo y es difícil no sentirse conmovido mientras acompañamos a ambos personajes al final ineludible de la vida de Martha.
¿Cómo puede una obra con esta y otras fallas derribar las defensas críticas de un espectador consciente de ellas? En mi caso, se debe a dos razones —una de forma y otra de fondo— que tal vez otros compartan.
La primera es comprender que la estética de Almodóvar incluye un componente telenovelesco. Uno siente que los melodramas —con sus excesos patéticos y sentimentales—son una influencia importante en su desarrollo como artista. Es decir, todo eso es parte de su lenguaje. Lo interesante es que Almodóvar no es un autor cualquiera de culebrones. Sus numerosas virtudes lo colocan, como creador, en un plano muy superior.
Los diálogos de The room next door me hicieron recordar una gran reflexión de Borges sobre un verso de Leopoldo Lugones en el que —en un desplante de cursilería similar a los de Almodóvar— compara un atardecer con «un violento pavo real verde, deliriado en oro».
Dice Borges:
Las metáforas no deben ser creídas. Lo que es verdaderamente importante es que nosotros pensemos que corresponden a las emociones del escritor. Esto, debo decir, es más que suficiente. Por ejemplo, cuando Lugones describió el atardecer como “un violento pavo real verde, deliriado en oro,” no hay necesidad de considerar el parecido -o la falta de parecido- entre un atardecer y un pavo real verde. Lo que es importante es que nos convenza de que a él lo conmovió ese atardecer, de que él necesitaba esa metáfora para comunicarnos su emoción. A esto es a lo que me refiero cuando hablo de la importancia de la convicción del poeta.
A mí Almodóvar me convence de que necesita ese lenguaje y esa estética para comunicarnos su emoción.
La segunda razón es de fondo. A veces me da la impresión de que a Almodóvar no le interesa el realismo tradicional. En esta etapa final de su carrera, no quiere pasar horas puliendo los diálogos para hacerlos verosímiles o camuflar sus elementos expositivos de modo que suenen más naturales. Lo que busca en The room next door es preparar rápidamente el terreno para abordar las preguntas que considera importantes: qué constituye una muerte digna; cuál es el mérito, si lo hay, de prolongar una lucha contra una enfermedad terminal; qué sentido tiene la amistad.
Esta última, en mi opinión, es el tema central de la película. Llevo semanas, quizá ya meses, releyendo las más de mil páginas de Guerra y Paz, observando como, en varios de los protagonistas, especialmente Pierre, se transparentan las inquietudes existenciales, preocupaciones metafísicas y dudas morales de Tolstói. En las últimas películas de Almodóvar he notado algo parecido: una creciente ansiedad ante la muerte que lo lleva a plantearse incógnitas tan desgarradoras como difíciles de responder.
Pero en The room next door, en medio de este desasosiego y búsqueda de significado, uno también encuentra algunas certezas: el valor y la importancia de la amistad, la belleza moral de la empatía, y cómo al final del día (y de nuestras vidas) tal vez nos arrepintamos de muchas cosas, pero no de habernos instalado en la habitación de al lado para acompañar en las buenas y las malas a nuestros amigos, familiares y seres más queridos.
De este filme de Almodóvar me olvidaré pronto de mi reacción a los diálogos acartonados, los devaneos serpenteantes de la trama, y las historias y personajes secundarios que parecen piezas sueltas de un rompecabezas. Pero recordaré a las dos amigas en la casa hermosa donde Martha decidió morir, riendo juntas mientras ven películas viejas y tomando sol en sillas reclinables en una terraza como en una pintura de Edward Hopper.
También la sonrisa de felicidad y alivio de Ingrid cada mañana cuando, al despertarse y salir de su cuarto, ve la puerta abierta de la habitación de Martha, señal de que sigue viva y podrá disfrutar de su compañía, al menos un día más.