Disfruto más de la relectura que de la lectura. Hay secciones o capítulos de novelas, ensayos y reportajes que he releído tantas veces que llego a pensar que nadie conoce mejor que yo esos textos.
¿Por qué me gusta releer?
En parte por placer, en parte como búsqueda de inspiración y en parte un esfuerzo deliberado por recordar estos pasajes, calcificarlos en mi memoria. Las páginas que releo suelen pertenecer a libros de autores conocidos, pero muchas veces se cuelan también textos olvidados casi desde el momento de su publicación y que —sospecho— solo yo sigo pensando en ellos.
Uno es un reportaje del periodista venezolano Leo Felipe Campos, titulado Caracas: ahí están las marcas de esos disparos, que leí casi por accidente un año después de publicado.
El protagonista es Miguelón, un exdelincuente y entrenador de baloncesto de un barrio humilde que dedica su vida a alejar a los jóvenes del crimen mediante el deporte.
El perfil de Miguelón es, por sí mismo, interesante. Pero su historia también es una excusa para abordar un tema más amplio: cómo la violencia en los barrios caraqueños penetra la vida de estas comunidades de una manera difícil de imaginar para quienes no viven allí.
Son muchas las cosas que me gustan del reportaje, entre ellas el talento del autor para capturar la manera como habla la gente que entrevistó y con la que se cruzó durante su investigación, incluido el propio Miguelón.
Pero lo que quedó para siempre grabado en mi memoria fue el final: la narración de un partido de baloncesto en el que participa el equipo de chicas que Miguelón llevaba tiempo entrenando.
A continuación el último párrafo:
Al día siguiente, el torneo [de baloncesto] sigue. Es el turno de las chicas a las que dirige Miguelón: se las verán contra un equipo de varones. Por ética deportiva, él no será el árbitro. Dará las instrucciones desde un costado, regañará, subirá las cejas. Apretará la boca y cerrará los ojos, como suele hacer cuando algo no le gusta.
Será un partido duro, de fallos y entregas comprometidas. El ánimo se desbordará mientras un manto de luz fina entra desde un costado. Miguelón se inventará un chiste antes de frotarse las manos para celebrar un lance. Se jugará con ambición. Habrá gritos de aliento. La pasión flotará sobre la cancha y bajará como un rocío sobre el cerro. Por un momento, solo existirá ese partido. No habrá más.
Al final, ellas perderán por un punto, pero lo harán batallando y se notará en sus rostros: hasta el último segundo correrán hacia el aro contrario creyendo que pueden ganar.
«Por ética deportiva…»
«Apretará la boca y cerrará los ojos, como suele hacer cuando algo no le gusta».
«…antes de frotarse las manos para celebrar un lance».
Estas observaciones son perceptivas pero no rebuscadas. Y bastan para insuflar de vida al texto; convertir a Miguelón en una persona real.
Fíjense también en el cambio de tiempos verbales. No es el partido que ocurrió, sino el que ocurrirá.
¿Qué explica este cambalache?
Campos podía narrar un juego específico. Tambien podía contar lo que sucede en varios partidos o lo que pasa en casi todos los partidos: Miguelón regañando, subiendo las cejas, echando chistes, frotándose las manos para celebrar un lance.
El cambio de tiempos le permite difuminar la frontera entre ambas posibilidades. Tomar elementos de las dos. Describir una escena concreta y, a la vez, sugerir que esta se repite en el tiempo.
Pero ese no es el único límite que difumina el autor. Noten la oración final:
Al final, ellas perderán por un punto, pero lo harán batallando y se notará en sus rostros: hasta el último segundo correrán hacia el aro contrario creyendo que pueden ganar.
En esas últimas cuatro palabras, ¿se refiere el autor solo al juego o también a la vida de estas muchachas casi condenadas a la pobreza y a no alcanzar sus sueños por haber nacido en ese barrio en circunstancias tan adversas? Al leer la oración, sentí que podían ser las dos cosas. Intuí que ese «creyendo que pueden ganar» no necesariamente se limitaba al juego de baloncesto.
Y el efecto de esa ambigüedad es similar al del zoom out de una cámara. Nos aleja de ese momento específico y nos permite ver la realidad de los barrios como un todo: las alegrías, las tristezas, las limitaciones, las tragedias no solo de ese grupo de muchachas, sino también de todos los habitantes de esas comunidades pobres de ayer y hoy.
II
El segundo texto olvidado es un brevísimo artículo sobre Rafael Nadal del periodista deportivo español Juanma Trueba. No me gusta ver deportes en televisión, salvo el Mundial de fútbol y el tenis. Y creo que Nadal fue quien, en 2018 —ya tarde en su carrera, a pocos años de su retiro— me llevo a seguir de cerca este deporte rey que además practico con relativa seriedad.
¿Por qué me gustaba tanto ver competir a Rafa Nadal? Porque muchas veces sentía que era el underdog y que lograba ganar los partidos aun cuando jugaba peor que su adversario.
Juanma Trueba lo describe muy bien (énfasis mío):
La final de Australia 2022 fue un compendio de las dificultades que ha afrontado Nadal para instalarse en la cima. Mientras Medvedev solventaba su servicio con cierta tranquilidad, cada saque de Nadal era un drama. El plan no era de ataque, sino de supervivencia. Revés cortado (muy cortado) para no ser agredido y bolas abiertas para mover al gigantesco insecto palo. Y ganar tiempo. Esa heroica humanización distingue a Nadal del resto de campeones. No es un tenista flamígero que todo lo haga bien; por momentos, Rafa es capaz de hacerlo casi todo mal.
Y luego añade:
En cada caso percibo que Nadal tiene, además de un partido por jugar, un problema por resolver. Como si antes de derrotar al adversario tuviera que vencer su propia debilidad (el saque, la volea, los dolores crónicos). El resultado es que cada partido de Nadal incluye un ejercicio de superación. Sus encuentros no están planteados desde la superioridad técnica, sino desde el asalto salvaje, desde la inferioridad rebelde… Al margen de la victoria, el placer es observar cómo Nadal tuerce, en cada torneo, el destino que parecía contrario.
Más que el estilo y la prosa de Juanma Trueba, sujetos a las típicas presiones de tiempo del periodismo, me sorprendieron sus ideas y observaciones, en especial la del «asalto salvaje» y la «inferioridad rebelde».
Nadal, hay que decirlo, tenía una superioridad técnica sobre la amplia mayoría de sus adversarios. Eso explica en buena medida sus éxitos. Sin embargo, esta realidad no invalida lo señalado por Juanma Trueba.
Porque los que vimos muchos partidos de Nadal sabemos que a veces todo le salía mal; que a veces cada saque era un drama; que a veces la lucha contra sí mismo era casi tan épica como la batalla con el oponente. Pero lo que nunca, nunca cambiaba era la terquedad y ferocidad con la que luchaba, ese esfuerzo constante por tratar de hacer las cosas bien aunque todo le estuviera saliendo mal, ese «asalto salvaje» que pacientemente fraguaba y ejecutaba cuando enfrentaba una fuerza a todas luces superior, esa «inferioridad rebelde» que tantas veces lo llevó a «torcer el destino que parecía contrario»; esa tozuda negativa a tirar la toalla por el simple hecho de no estar —en ese momento, o quizá en ningún momento— a la misma altura que su adversario.
Gustave Flaubert solía decir que él no tenía el talento de Shakespeare y Cervantes, y por eso debía trabajar más que ellos. Al igual que Nadal, planteaba su lucha diaria como escritor desde la «inferioridad rebelde».
Para mí, hay pocos conceptos más bonitos e inspiradores, porque nace de una virtud poco valorada en nuestros tiempos y que define a Nadal: la humildad. El reconocimiento de que no somos más que los demás y de que quizá estamos muy por debajo, pero que, aun así, nos mantendremos en la lucha hasta el último punto, creyendo que podemos ganar.
Nota: la primera parte de este artículo es una adaptación de una reflexión que publiqué en Medium en 2017.