La difícil posición de María Corina Machado
La delgada línea entre los principios y la eficacia
No es envidiable verse obligado a resolver —de un lado o del otro— los dilemas que enfrenta la líder de la oposición en Venezuela, María Corina Machado.
La vida la ha acorralado en una posición donde es difícil escoger el camino correcto; y en la que cualquier decisión puede terminar siendo un grave error.
Es una jugada cruel del destino que MCM deba sopesar las ventajas y desventajas de forjar una alianza con un hombre que amenaza con destruir en Estados Unidos el sistema democrático que el chavismo destruyó en Venezuela y que ella lucha por restituir poniendo en riesgo su vida, la de sus familiares y colegas.
Es una jugada cruel del destino que ese hombre, rabiosamente xenófobo, haya implementado en su país políticas desalmadas —en ocasiones inhumanas— contra cientos de miles de sus compatriotas, incluida la cancelación del Estatuto de Protección Temporal (TPS) y el parole humanitario, así como la deportación a una cárcel de El Salvador de venezolanos sin antecedentes penales ni vínculos comprobados con pandillas delictivas —esta supuesta criminalidad fue el pretexto que utilizó la Casa Blanca para esos traslados forzosos al gulag salvadoreño donde algunos fueron torturados.
Es una jugada cruel del destino que ese hombre, cada vez con más frecuencia, tome decisiones desmedidas e irreflexivas como ordenar ataques navales contra narcolanchas en el Caribe y el Pacífico. Estas embestidas letales, que han dejado más de 70 muertos y han sido condenadas por expertos legales y organizaciones de derechos humanos, equivalen a que un policía, en lugar de arrestar a un sospechoso y someterlo a juicio, lo ejecute sumariamente en la calle sin tener plena certeza de su culpabilidad ni mucho menos de que su crimen merezca el peor de los castigos.
Y es una ironía que la posibilidad que ocurra algo en Venezuela es inseparable de todos estos graves defectos de Donald Trump: su impulsividad, su volubilidad, su autoritarismo.
La apuesta de MCM
Una verdad incuestionable: hoy el dictador Nicolás Maduro teme más ser derrocado que hace unos meses. Desde 2019, no se sentía tan amenazado como ahora. Y la razón no es solo su paranoia, sino que, en parte por la imprevisible personalidad de Trump y en parte por un reacomodo de fuerzas dentro de su administración, la caída de Maduro es hoy posible —o al menos más de lo que ha sido en los últimos seis años. Eso no significa que su deposición resultaría en una transición ordenada hacia la democracia. De hecho, ese escenario sigue siendo altamente improbable.
Pero es difícil afirmar que el masivo despliegue militar que ordenó Trump en el Caribe —movilizó allí el 10 por ciento de las fuerzas navales activas de EE UU—no aumenta la posibilidad de que Maduro sea desplazado del poder. Por eso la camarilla cleptómana de gánsteres que lidera la dictadura está tan nerviosa.
La prensa extranjera y varios think tanks han publicado análisis que destacan las potenciales complicaciones de tratar de derrocar al régimen. Y, aunque algunos son persuasivos articulando las desventajas de esta alternativa, no ofrecen otras mejores o las que asoman no tienen ninguna posibilidad de éxito. Algunos analistas proponen reanudar negociaciones que no solo han fracasado un sinfín de veces en el pasado, sino que el sentido común indica que volverán a fallar. El gran incentivo del régimen para aferrarse al poder —sus líderes no tienen vida posible fuera de él— sigue siendo tan fuerte como siempre.
Aunque nunca lo dicen de forma explícita, estos análisis parecen sugerir entre líneas que es preferible el statu quo —que Maduro siga allí— al futuro incierto y potencialmente caótico de un intento de derrocamiento. No debería sorprender que muchos venezolanos rechacen este argumento.
La apuesta de MCM es que la incertidumbre de la política de Trump —que conlleva graves riesgos, pero también una oportunidad de cambio— es preferible a la certidumbre del statu quo, en las que una transicion parece ahora imposible. Me recuerda una frase de Cormac McCarthy en su novela The Passenger:
You would give up your dreams in order to escape your nightmares and I would not. I think it’s a bad bargain.
Para ella, la alianza con Trump no es solo la mejor alternativa, sino la única que podría sacudir el tablero en el corto y mediano plazo. Para ella, lograr la salida de Maduro es el objetivo fundamental al que se subordina todo lo demás y que luego permitirá abordar otros problemas.
En este cálculo quizá influye su propia situación —lleva más de un año en la clandestinidad— y el encarcelamiento de muchos de sus más cercanos colaboradores. Es natural que MCM sienta, de un modo muy personal, que no puede darse el lujo de apostar a una estrategia de largo plazo que fácilmente podría fracasar.
Esto explica en buena medida por qué ha hecho todo lo posible por congraciarse con Trump y cuidarse en exceso de no hacer comentarios que puedan alienarlo.
También explica su disposición a sacrificar parte del prestigio internacional que se ha ganado milímétro a milímétro tras años de lucha y que el premio Nobel amplificó. Está convencida de que ese prestigio no tiene valor alguno si las cosas no cambian pronto en Venezuela, y de que Trump representa la única oportunidad de que eso ocurra.
La delgada línea
La apuesta de MCM, claro está, conlleva grandes riesgos, y es evidente que ella decidió asumirlos. El principal es el que hasta ahora me ha hecho un escéptico: la impulsividad, volubilidad y autoritarismo que definen a Trump —y que explican el viraje en la política de EE UU hacia Venezuela— podrían llevarlo, en cualquier momento, a girar una vez más en la dirección contraria. Como diría Ortega y Gasset, Trump no tiene convicciones sino apetitos.
Esta posibilidad es real. La semana pasada varios medios informaron que Trump —a quien la defensa de la democracia no puede importarle menos— tiene dudas serias sobre qué hacer en Venezuela, a pesar del gran despliegue militar. En los mercados de predicción, estos reportajes provocaron un colapso en las probabilidades de un enfrentamiento entre EE UU y Venezuela. Nadie subestima la volatilidad del presidente.
Un eventual repliegue tendría graves consecuencias. Si Trump llegara a olvidarse de Venezuela después de esta demostración de fuerza, la oposición quedaría más debilitada, desprotegida y desmoralizada que nunca; Maduro más fortalecido, porque podría afirmar que derrotó de nuevo a la superpotencia; y MCM con la mancha de haberse aliado en vano con un líder xenófobo y autoritario —y de guardar un relativo silencio ante sus abusos contra los migrantes venezolanos.
Existe otro peligro, relacionado con el anterior, que me gustaría articular desde mi experiencia. Tras las elecciones presidenciales de 2024, en medio de la feroz represión que siguió la victoria opositora desconocida por Maduro, MCM salió varias veces a la calle a protestar contra el fraude. A esas convocatorias no acudió mucha gente; el terror reinaba en Caracas y el resto del país.
Verla allí, montada en un camión enarbolando la bandera nacional, desafiando no solo al régimen sino a su propio temor a ser encarcelada y asesinada, fue algo conmovedor. Rara vez me he sentido tan orgulloso del liderazgo político que me representa y tan dispuesto a seguir a un grupo de personas que, en aquellas semanas tensas, percibí como superior a la mayoría de nosotros en su disposición casi religiosa a entregar la vida por una causa noble. No es fácil hacer entender a mis amigos y colegas en EE UU que la heroína de esos días, la que reaccionó con supremo coraje en un momento límite, es la misma que hoy suscribe algunas de las falsas narrativas del trumpismo.
Ante su esfuerzo por congraciarse a toda costa con una persona de la calaña de Trump, adulándolo y alineándose con algunas de sus mentiras para garantizar su apoyo en la lucha contra un régimen criminal, siento algo distinto a lo que sentí durante esos días. Más allá de mi capacidad para comprender la lógica de sus acciones, estas me generan una disonancia, un ronroneo incómodo que me indica que algo se ha desacoplado, que una pieza falla.
Y recuerdo entonces al neurocientífico portugués Antonio Damasio cuando critica a Platón por creer que las emociones son ruidos que interfieren con la razón y, por tanto, deben ser suprimidos por ella. Damasio sostiene que, en realidad, las emociones son parte de un mismo sistema que le da a la razón sentido y dirección.
La razón puede ayudarnos a entender las acciones de un líder, pero son las emociones las que nos hacen querer seguirlo. Sin ellas, los argumentos pierden su capacidad de motivarnos, inspirarnos y movilizarnos. A la hora de actuar, desempeñan un papel fundamental al indicarnos, de una forma profunda y casi corporal, qué se siente correcto y qué no, qué debemos acompañar y qué abandonar. Lo que nos lleva a seguir a un líder no es un mero cálculo racional, sino también una reacción que se siente. Por eso, en esas zonas morales grises y ambiguas, es tan importante escoger bien las palabras, medir cada gesto y, sobre todo, evitar errores innecesarios.
No es fácil calibrar la defensa incondicional de principios con una estrategia pragmática y asertiva orientada a alcanzar la meta importante —salir de la dictadura— en lugar de limitarse a aspirar a ella desde posturas moralmente cómodas pero inefectivas. Tampoco es fácil añadir a esta labor consideraciones sobre la importancia del componente emocional del liderazgo.
Por eso en este tema titubeo y me cuesta adoptar posiciones contundentes, libres de dudas e incertidumbres. No existe una fórmula moral para este tipo de coyunturas; lo más sabio que es tratar de articular una visión clara de los dilemas que nos ayude a tomar mejores decisiones.



