Se dice con frecuencia que una obra de arte debe hablar por sí sola, sin necesidad de explicaciones. Pero la Dánae de Gustav Klimt (1862-1918) demuestra lo contrario: sin contexto, sin conocer el mito que la inspira, no se puede apreciar esta pintura en toda su gloria.
En la mitología griega, Dánae era hija del rey Acrisio de Argos. Un oráculo le predijo al rey que su nieto lo asesinaría y eso lo llevó a tomar una decisión drástica: encerrar a Dánae para evitar que tuviera hijos. Pero Zeus, enamorado de ella, se transformó en una lluvia de oro que penetró su prisión y luego su cuerpo, dejándola embarazada. De esa unión nació Perseo, quien más tarde, como había profetizado el oráculo, mató por accidente a su abuelo.
Tres artistas de primera línea han pintado a la Dánae: Rembrandt, Tiziano y Klimt. La versión de Rembrandt, asombrosamente, es la que menos me gusta, porque no explota el potencial erótico del momento clímax del mito: el encuentro entre Zeus y la Dánae. Las versiones de los otros dos, en cambio, sí lo hacen, aunque cada una a su manera.
Tiziano pintó varios cuadros de la Dánae, pero el primero, el de Nápoles, es el más famoso:
Como ven, la fama es justificada. Noten la pose distendida y sensual, la mano relajada apenas sosteniendo la sábana y la otra sábana que se desliza suavemente por su pierna. Tanto la mirada como el lenguaje corporal son los de una mujer coqueta, sin complejos, segura de sí misma y de su cuerpo, que se sabe bella y que no tiene el más mínimo reparo en mostrar su desnudez. Está a punto de ser preñada por Zeus, pero no luce incómoda ni nerviosa. Al contrario, lo recibe como quien ya ha estado en situaciones similares muchas veces.
Ahora miren esta versión:
A diferencia de la de Tiziano, la Dánae de Klimt está en medio del acto, con el rostro absorto en el placer. En ese sentido la escena no diría que es pornográfica, pero sí de un erotismo más explícito. Fíjense, por ejemplo, en los espermatozoides de Zeus en la lluvia dorada que desciende entre las piernas de la Dánae, incluido el portentoso templo de su muslo izquierdo. Observen todas las señales de excitación: el rubor en las mejillas, la altivez del pezón, los labios hinchados y rojizos, la posición de la boca, la mano estrujando la sábana como si no pudiera contener el placer. Los muchos admiradores de esta pintura tienen razón: ¿alguien ha hecho una mejor representación del éxtasis del amor?
Pero hay otro aspecto que hace de este cuadro una obra maestra, más rico en sus significados, matices y sugerencias de todo orden que los de los dos titanes que, a través del tiempo, compiten sin saberlo con Klimt.
A pesar de que Zeus, transmutado en lluvia dorada, le está proporcionando el placer, la Dánae aquí parece estar o sentirse sola, como si gozara por su cuenta en un espacio privado.
Y ese aire abstraído y ensimismado, combinado con el hecho de que Zeus, en vez de una presencia carnal, es un dios que desciende sobre ella en forma de «polvo de estrellas» (como lo describió Vargas Llosa), eleva el instante de éxtasis a un plano divino y trascendental que no niega, sino se funde, con el placer sexual.
El sexo pierde todo elemento pecaminoso y se convierte en algo casi espiritual.