Borges, Matisse, berenjenas
Esta es la oración inicial de Las ruinas circulares, una de las más citadas de la obra de Jorge Luis Borges, vista como ejemplo de su uso original de adjetivos:
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche…
Hace unos años tenía una posición ambivalente sobre ese «unánime», pero releer anoche este cuento, una obra maestra, me hizo reconsiderar mi opinión.
¿Por qué no me convencía antes? El propio Borges, en las conferencias Norton que dictó en inglés en Harvard, explicó en parte mi escepticismo al comentar el siguiente verso de E.E. Cummings:
God’s terrible face, brighter than a spoon
Sobre el símil, Borges dijo:
I am rather sorry about the spoon, because of course one feels that he thought at first of a sword, or of a candle, or of the sun, or of a shield, or of something traditionally shining, and then he said, “No -after all, I’m modern, so I’ll work in a spoon.” And so he got his spoon.
En otras palabras, el querer ser «moderno» y romper tradiciones fue, según Borges, la razón fundamental por la cual el poeta escogió «spoon», cuando podría haber elegido una palabra más eficaz si sus motivaciones hubiesen sido otras.
¿No se puede decir lo mismo sobre el «unánime»? ¿Tiene sentido describir la noche de ese modo?
Al releer el cuento, sin embargo, pensé varias cosas. La primera es que uno puede encontrar razón en el uso de la palabra, si uno la interpreta como una forma de concordia entre los diferentes elementos de la noche. Es decir, todo —la oscuridad, el silencio, el entorno— converge en una misma cosa.
En segundo lugar, el uso de ese adjetivo exótico para describir la noche contribuye a la atmósfera onírica del cuento. Fíjense, por ejemplo, en este maravilloso párrafo de la página siguiente:
El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real.
Una noche «unánime» no desentona en este contexto.
La tercera razón me la dio este cuadro de Matisse que hace poco vi en el MOMA:
En el primer plano hay una mesita anaranjada, un jarrón rosado, limones en un plato y las berenjenas del título, de un púrpura oscuro, casi negro. Todo eso es reconocible. Pero a la derecha se extiende una gruesa franja amarilla con ornamentos que tal vez sea un manto o una cortina. Y el fondo, detrás de la mesa, es azul claro con brochazos verdes; cielo y vegetación, supongo. Delante del jarrón se alza una figura humana turquesa, contorsionada en una pose elegante. Por su tamaño —un poco mayor al de las berenjenas—puede ser una estatuilla, aunque algo me dice que no es un adorno, sino una presencia ambigua y misteriosa que, como las «nubes de alumnos taciturnos» del cuento de Borges, no pertenece al mundo real.
Es difícil explicar por qué la pintura me parece tan especial. Algo en la combinación de colores es plácido y sereno, como la vista del mar o de un atardecer. El naranja intenso de la mesa es lo que más me gusta. En el contexto del cuadro, adquiere una cualidad indescriptible, casi milagrosa, incluso en la reproducción. Pero el color, aunque hermoso por sí solo, lo es aún más por lo que tiene a su alrededor. Algo similar ocurre con la oración de Borges. La palabra «noche» es una de las más bellas del español, pero el «unánime» la realza como pocos adjetivos podrían hacerlo.
Una observación final. Borges pudo haber comenzado el cuento con otra oración y seguiría siendo una obra maestra. En la ficción lo importante es la acumulación de aciertos o fracasos: una coma mal colocada, el uso torpe de un adjetivo o una mala metáfora no destruye una obra, y menos una como Las ruinas circulares.